SIETE
LA
AUSENCIA
Después de ese día de mi cumpleaños toda mi atención la dediqué a
mi nuevo cachorro, estaba ilusionada con él, casi como si fuera un bebé.
Anouk no vino a buscarme cuando ya habían pasado cuatro días y,
aunque mi pequeña mascota me había mantenido distraída de él, no fue
indiferente para mí dejar de verle de repente. Por ello no tardé en ir al claro
donde solíamos vernos y gritar su nombre, “estará ocupado, tendrá otras cosas
que hacer” me decía a mí misma.
Cuando ya había fallado dos días buscándole donde siempre nos
veíamos, tomé la indiscreta decisión de ir a buscarle directamente donde estaba
su tribu.
La imagen me dejó desolada, no había ni rastro de que allí hubiera
habido personas viviendo. No era posible, ¿qué pasaba? ¿dónde estaba toda
aquella gente que apenas cuatro días antes había visto allí?
Estaba en estado de shock, ni siquiera me planteaba motivos por
los cuales estaba todo vacío. Me senté en el suelo, pensé… no, no era posible
¿y si era un sueño? Más bien una pesadilla, o peor aún ¿y si el mismo Anouk era
un sueño?
De un modo u otro, mi corazón lo único que veía claro en ese
momento es que no estaba, que había desaparecido. ¿Nunca habéis quemado el
centro de un papel con un cigarro? Se abre un agujero y los bordes se quedan
ardiendo y lo agrandan lentamente. Bien, esa fue la imagen de mi misma que se
me vino a la mente sentada allí en medio de la nada, intentando encajar una
ausencia inexplicable.
Volví a casa y corrí a hablar con mi padre, planteándome que la
propia soledad me hubiera hecho imaginarme o soñar todo aquello que había
vivido con Anouk. Le pregunté si él conocía a Anouk, si existía... me dijo que
claro que sí, existía ¿cómo no?. Le expliqué a mi padre lo que ocurría y me
dijo que debía tener en cuenta que las tribus aborígenes son nómadas.
De primeras ya sabía que no estaba perdiendo la cabeza, algo más
importante de lo que parece. Corrí a mi cuarto y me encerré, miré el dibujo de
Anouk una y otra vez, recibiendo una punzada en el estómago cada vez que me
asaltaba el pensamiento de que se había ido definitivamente. Eran nómadas...
ahora estaba claro.
Mi problema era pensar demasiado, pero no podía evitarlo... todo
lo que tenía en mi cabeza era a Anouk. Me hacía preguntas, recordaba palabras
suyas intentando encontrar alguna insinuación de su marcha. Conforme pasaron
los días, comencé a darme cuenta de que me estaba destrozando. Sólo su ausencia
en sí mataba cada resquicio de esperanza que albergaba, impidiéndome pensar con
claridad y comportarme de forma normal. Me dolía hasta un punto casi físico.
Mis padres al poco tiempo se mostraron preocupados... “¿por qué no
comes Clair?, ¿te encuentras mal?, ¿por qué no sales?, tienes que terminar con
este comportamiento...”
Me gustaría haberles podido hacer caso, pero ni yo misma me
conocía, a medida que su falta cumplía semanas yo empeoraba, mostrándome más
incrédula aún.
Escribía poemas, cuentos y una canción, todo en base a él. Y
rasgaba cada día los acordes de aquella canción en mi guitarra, tarareaba la
melodía junto al piano y me susurraba la letra a mí misma. Acabaría conmigo.
Transcurrieron cuatro interminables, tristes e incluso agónicos
meses sin saber nada del que se había convertido en un apéndice de mi propia
alma. Más de ciento veinte días preguntándome si estaría bien, pidiendo por que
no le pasara nada malo y suplicando en el mismo vacío que había dejado que
volviera.
Cuando su ausencia cumplía ciento veintitrés días, el timbre de mi
casa sonó insistentemente. Y, como cada día desde que él no estaba, corrí
escaleras abajo como si me llevara el diablo deseando que fuera Anouk. No era,
una vez más... lo curioso es que no era nadie, todos los alrededores de la casa
estaban desiertos. Parecía que el timbre hubiera sonado por arte de magia, me
asusté bastante y si era una broma no estaba precisamente receptiva.
Aprovechando que estaba sola en casa y que ya me había levantado
por culpa del timbre decidí salir a montar, una vez más, y me dirigí al lugar
favorito de Anouk donde estaba aquel laguito de la última vez que estuvimos.
Cuando estaba allí me senté y comencé a hablar con Nala –locuras
en la intimidad- cuando de repente una frase surgió en mi mente: “Es demasiado
peligroso estar aquí sola”
Lo primero que pensé al respecto es que hasta mi propia conciencia
estaba harta de mi, se emancipaba y me aconsejaba desde lo lejos. Que absurdez.
-Hay dingos cerca y
en el lago hay cocodrilos –susurró una voz a mi espalda, provocando que se me
erizara todo el vello del cuerpo-
-No... –sollocé, sin
moverme ni un milímetro-
Entonces unas piernas masculinas desnudas me rodearon desde atrás
y unos brazos firmes abrazaron los míos. Estaba sentado detrás de mí, era él.
Sólo pude llorar y dejar que mi cabeza cayera hacía atrás, sobre su pecho.
“Perdóname” susurraba sin descanso, pero yo seguía sin querer
hablar, no podía... seguía llorando, no sabía si sentía rabia, tristeza, enfado
o añoranza, estaba confundida. Me giré hacia él y cobijé mi cara en su cuello.
Él respondió haciéndome caricias con su mejilla y así terminamos como si
fuéramos dos animalillos que no pueden hablar, rozando incesantemente nuestras
mejillas y nuestras narices, enredando nuestros cuellos en un abrazo sin
manos... como auténticos animales.
Por fin estaba conmigo y ya no le dejaría ir, me prometí a mí
misma que nunca más me separaría de él... que ilusa era.